Sucedió una vez que dos ranitas salieron a dar un paseo. Como hacían a menudo, recorrían los prados que rodeaban su charca saltando alegremente. Hasta que un día sucedió algo totalmente inesperado: tras un salto ni más ni menos largo, cayeron dentro de un balde que el granjero había olvidado cerca del establo y que aún guardaba bastante leche.

Al principio las ranitas no comprendían que había sucedido, incluso encontraban divertida la situación. Sin embargo, pronto se dieron cuenta que aquello se estaba convirtiendo en una trampa: por mucho que se esforzaban por salir del cubo, las paredes metálicas eran demasiado lisas y el borde quedaba demasiado alto. Y así lo único que podían hacer era nadar y nadar para no ahogarse en la leche.

Pero el tiempo pasaba y el cansancio comenzaba a apoderarse de ellas.

– ¿Te has dado cuenta que nunca vamos a salir de aquí? – le dijo la ranita mayor a la más joven -. Nuestras patitas no podrán soportarlo mucho tiempo y me temo que nunca saldremos de esta. Moriremos aquí.

– No importa – respondió la otra ranita -. No podemos hacer otra cosa que nadar. Nada y no te lamentes. Conserva y dosifica tus fuerzas.

Y las ranitas siguieron nadando y nadando, nadando y nadando sin descanso. Después de unas horas, la ranita mayor volvió a quejarse:

– Nunca saldremos de aquí, este será nuestro final. Me duelen las ancas y ya casi me es imposible seguir nadando. En verdad ha llegado nuestro fin.

A lo que la ranita pequeña respondió:

– Nada y calla; no pierdas la esperanza. Simplemente confía y sigue luchando.

Y así siguieron, nadando y nadando; pero el tiempo pasaba y sus fuerzas menguaban, pues no paraban de dar vueltas, una detrás de la otra, concentradas en el movimiento de sus patitas y en mantener la cabeza fuera de la leche.

– No puedo más – volvió a quejarse la ranita mayor -. De verdad te digo que ya no puedo más. Ya no siento las ancas, ya no sé si las muevo o no. Comienzo a ver borroso y no sé hacia donde me muevo. Ya no sé nada.

– Continúa nadando – replicó la otra ranita -. No importa cómo te sientas, no pienses siquiera en ello. Sigue adelante, continúa.

Sacaron fuerzas de flaqueza y siguieron nadando y nadando.

Por poco tiempo, pues la rana mayor pronto cejó en su empeño y con apenas un aliento de voz susurró:

– Es inútil. No tiene ningún sentido seguir luchando. No entiendo qué estamos haciendo, por qué he de seguir nadando. Nunca podremos salir de aquí.

– ¡Nada, nada! ¡Sigue nadando!

Y aún reunieron fuerzas para nadar unos instantes más… hasta que la ranita mayor, totalmente exhausta, abandonó y murió ahogada. Y también la ranita más joven sintió la tentación de abandonar la lucha, de dejarse vencer y acabar con aquél sufrimiento, sin embargo siguió nadando y nadando, nadando y nadando mientras se repetía a sí misma:

– Nada, nada. Un poco más, sólo un poco más. Continúa nadando. ¡Nada! ¡Nada!

Pero el tiempo pasaba y la ranita se sentía cada vez más débil. Le dolían las ancas, todo el cuerpo le dolía, pero ella seguía nadando y nadando, moviendo sin cesar sus pequeñas extremidades.

¡Y de pronto sucedió algo sorprendente!

Debajo de sus patitas empezó a notar algo de mayor consistencia que la leche, algo sólido, así que reunió las últimas fuerzas que le quedaban, se apoyó en aquella masa ¡y saltó…! pasando justo por encima del borde del balde, para ir a dar a la seguridad del prado.

¡Con el movimiento continuo de sus patitas la leche había empezado a convertirse en mantequilla! Y la consistencia de la mantequilla le había ofrecido un punto de apoyo desde el cual saltar.

Gracias a la perseverancia en su esfuerzo y a que no se había dejado derrotar por el cansancio o el sin sentido, había sido capaz de de transformar una situación en verdad terrible en una ocasión de liberación.

En los momentos menos fáciles lo único que no podemos perder es la esperanza.