(Historia tomada del libro Viajar en el Tiempo, de Lair Ribeiro, editorial Urano).
En una ciudad del más lejano occidente, vivía una muchacha llamada Fátima, hija de un próspero hilandero.
Un día su padre le dijo:
- Hija, haremos un viaje juntos. Tengo que resolver algunos asuntos en las islas del Mediterráneo, y puede que tú encuentres por allí un joven apuesto y de buena posición con el que te puedas casar.
Se pusieron en camino y viajaron de isla en isla. Mientras su padre se ocupaba de sus negocios, Fátima soñaba con el marido que pronto podría tener.
Pero un día, cuando se dirigían a la isla de Creta, se desató una tormenta y el barco naufragó. Fátima, casi inconsciente, fue arrastrada hasta una playa cerca de Alejandría. Su padre había muerto y ella quedó completamente desamparada.
La experiencia del naufragio y el hecho de haber sufrido las inclemencias del mar la habían dejado exhausta, y apenas vagamente conseguía recordar su vida hasta ese momento.
Una familia de tejedores la encontró deambulando por la playa. Pese a ser pobres, la recogieron, la llevaron a su humilde casa y le enseñaron su oficio. Así fue como Fátima comenzó una nueva vida, y dos años más tarde volvió a ser feliz, una vez reconciliada con su suerte.
Pero un día, cuando se encontraba en la playa, la sorprendió un grupo de mercaderes de esclavos, y de repente se encontró prisionera en un barco junto a otros cautivos.
Durante el viaje, Fátima se lamentaba amargamente de su destino, pero ellos no mostraron ninguna compasión: la desembarcaron en Estambul y la vendieron como esclava. Era la segunda vez que su mundo se desmoronaba.
En el mercado no había demasiados compradores. Uno de ellos era un hombre que buscaba esclavos para trabajar en su aserradero, donde fabricaba mástiles para embarcaciones. Cuando advirtió el abatimiento de la infeliz Fátima, decidió comprarla, pensando que podría ofrecerle una vida un poco mejor que la que tendría en manos de otro comprador.
La llevó a su casa, con la intención de que fuera la criada de su esposa. Pero al llegar, supo que había perdido todo su dinero: unos piratas le habían robado un importante cargamento de mástiles. Ahora ya no podría hacerse cargo del sueldo de sus empleados, y a partir de ese momento, la dura tarea de fabricar mástiles quedó en manos de él, su mujer y Fátima.
La muchacha, agradecida a su amo por haberla rescatado, trabajó tan arduamente y con tanto ahínco que él decidió concederle su libertad. Fátima continuó trabajando como mano derecha del fabricante de mástiles, y así llegó a ser relativamente feliz con su tercera profesión.
Un día su patrón le dijo:
- Fátima, quiero que tú y mi agente viajen a Java, con un cargamento de mástiles. Traten de venderlos a un buen precio.
Iniciaron la travesía. Pero cuando el barco estaba frente a la costa China, un tifón lo hizo naufragar. Una vez más, Fátima se encontró abandonada en una playa de un país desconocido. Y lloró nuevamente con amargura, porque sentía que en su vida nada ocurría como ella esperaba. Siempre que las cosas parecían andar bien, sucedía algo que echaba por tierra sus esperanzas.
- ¿Por qué - se preguntó por tercera vez - siempre que intento hacer algo no sale bien? ¿Por qué debo sufrir tantas desgracias?
Como no obtuvo respuesta, reunió fuerzas, se levantó y se alejó de la playa.
En China, nadie había oído hablar de Fátima ni de sus problemas. Sin embargo, existía una leyenda que decía que llegaría un día una mujer extranjera, capaz de hacer una tienda para el emperador. Como en aquella época no había nadie en China que supiera hacer tiendas, todos esperaban con ansiedad el día en que se cumpliese la profecía.
Para tener la certeza de que la extranjera, al llegar, no pasase inadvertida, una vez por año, los sucesivos emperadores de China solían enviar mensajeros a todas las ciudades y aldeas del país para pedir que toda mujer extranjera fuera llevada a la corte.
Precisamente ese día, Fátima, agotada, llegó a una ciudad de la costa de China. Los habitantes del lugar hablaron con ella a través de un intérprete y le explicaron que debía presentarse ante el emperador.
- Señora, ¿sabes fabricar una tienda? - le preguntó el emperador cuando Fátima estuvo ante él.
- Creo que sí - respondió ella.
Fátima pidió cuerdas, pero no tenían. Recordó entonces sus tiempos de hilandera, consiguió lino y ella misma las fabricó.
Después pidió un tejido resistente, pero los chinos no tenían el tipo que ella necesitaba. Entonces, poniendo en práctica los conocimientos que había adquirido con los tejedores de Alejandría, fabricó un tejido fuerte, apropiado para fabricar una tienda.
Se percató también de que necesitaba estacas, pero tampoco había en todo el país. Recordó lo aprendido con el fabricante de mástiles de Estambul y fabricó unas cuantas estacas resistentes.
Cuando todo el material estaba listo, se esforzó por recordar todas las tiendas que había visto en sus viajes. Y así Fátima consiguió construir una hermosa tienda.
Cuando tal maravilla fue mostrada al emperador de China, éste se dispuso a satisfacer cualquier deseo que Fátima expresase. Ella quiso quedarse en China, Y allí se casó con un apuesto príncipe y, rodeada de sus hijos, vivió muy feliz hasta el fin de sus días.
A través de esas aventuras, Fátima comprendió que todas aquellas experiencias que había tenido en diferentes momentos de su vida y que le habían parecido tan desagradables, constituyeron una parte esencial en la construcción de su éxito y felicidad.