Hubo hace ya cierto tiempo un taller en el que se elaboraban distintos instrumentos musicales. Un día, al dar las doce, se reunieron entre ellos para hablar de su destino. Estaban un poco cansados de los músicos, y la mayoría se sentían utilizados.
«Yo -dijo el clarinete-, soy el que produce la música, gracias a mis pistones, mis llaves, mis boquillas, ¿y a quién le aplauden?, ¿quién se lleva el mérito?, ¡el músico! El hombre que lo único que hace es poner su aliento. Pues se acabo, a partir de ahora, yo propongo que rechacemos a los músicos, no los necesitamos, la música somos nosotros, compañeros”.
El flautín corroboró lo dicho por el clarinete, pero añadió que ya era hora de que la gente dijese:
– Que hermosa sinfonía ha tocado este flautín; o el instrumento que fuese, y no: ¡que bien ha ejecutado esta obra el profesor Tal o Cual!
Le toco el turno a la guitarra, y aconsejó hiciesen una huelga general. Todos lo aprobaron. Por fin los hombres se iban a enterar, sin ellos no habría música.
Y así fue, cuando un músico intentaba tomar en sus manos un clarinete, un flautín, o cualquier otro tipo de instrumento musical este se le resbalaba de las manos. O le hería los labios. Nadie se explicaba el por qué sucedía aquello. Pero lo cierto es que todos los conciertos hubieron de ser suspendidos.
Los instrumentos estaban felices, por fin se haría justicia. Pero cuando intentaron producir ellos mismos la música vieron que nada salía de ellos. Empezaron a moverse de un lado para otro, a rodar, pero sólo hacían ruido.
Sin embargo, los hombres, los músicos, seguían produciendo música, lo hacían batiendo palmas, o chasqueando dedos, o silbando, o tocando piedras unas con otras , o…
Los pobres instrumentos musicales se dieron cuenta, pero ya era demasiado tarde, de que la música no la producían ellos, la tenían los profesores músicos en el alma, y con sus manos o su aliento se la comunicaban, ellos habían tenido la oportunidad de participar de esa gloria, pero por soberbia, por orgullo, no habían querido; sin los músicos sólo eran unos trastos inútiles.
En el taller se oyó una voz humana.
– Profesor, ¿que hacemos con los antiguos instrumentos? ¿Los echamos al fuego? Total, ¡sólo son un estorbo!
Un estremecimiento sacudió las almas de metal y de madera. Hubo un aliento contenido.
La voz humana respondió; «Por esta vez, déjalos, quiero ver si podemos utilizarlos de nuevo. Yo era el que tocaba el clarinete y le tenía cariño, era un buen instrumento, con él he interpretado bellísimas sinfonías, y no sé bien qué fue lo que pasó.
Desde aquel día los instrumentos cumplieron su oficio de ser instrumentos musicales, haciendo lo mejor que sabían hacer: expresar bellas melodías gracias a los talentosos músicos.
Y volvieron a llenar los teatros. Y se alegraron y sintieron como propios los aplausos dedicados a los músicos. Habían comprendido la esencia del liderazgo, y que también, sin ellos no llegarían lejos.