Los jóvenes de la tribu se miraron entre sí, curiosos, cuando el viejo jefe comenzó a encender una pequeña hoguera muy cerca del río. El frío era tan intenso aquella noche (la más larga del año, el punto máximo del invierno) que hasta los riachuelos estaban congelados.
Con gestos lentos y precisos colgó sobre el fuego una olla llena de agua. Mientras el agua se calentaba, extendió una estera en el suelo y colocó sobre ella tres vasijas de barro vacías.
Cuando el agua comenzó a burbujear, casi a cien grados, el viejo jefe la hecho en la vasija que tenía a su derecha. Después cogió del riachuelo el agua helada casi a cero grados, a punto de congelarse, y la vertió en la vasija que estaba a su izquierda.
En el recipiente del medio mezcló agua fría y caliente a partes iguales y añadió un poco de la infusión medicinal que estaba tomando.
Los jóvenes prestaban atención en silencio, cada vez con mas curiosidad. El jefe le pidió entonces a uno de ellos:
– Pon la mano derecha en el agua helada y la mano izquierda en el agua caliente y déjalas allí durante un rato.
El viejo respiró hondo tres veces, inspirando y espirando lentamente. No tenía reloj y no lo necesitaba pues su noción del tiempo era perfecta. Medía con exactitud el paso del tiempo observando el ritmo de su propio cuerpo: la respiración, la pulsación de la sangre en las venas, el compás del corazón, y también el movimiento y el brillo de la luna, del sol y del cielo estrellado.
– Ahora saca las manos y colócalas en la vasija del centro – le dijo al joven – ¿Cómo está el agua ahora?
Sorprendido, el joven respondió que sentía calor en la mano derecha y frío en la izquierda. En la mano derecha, que estaba en el agua fría, sentía que el agua de la vasija de enmedio estaba caliente; la mano que había estado en el agua caliente la sentía fría, aunque las dos manos estuvieran sumergidas en la misma vasija.
El viejo hablaba poco en los momentos en que transmitía sus conocimientos más importantes. Los enseñaba con calma, y a veces repetía la experiencia con varios jóvenes hasta comprobar que todos habían entendido la lección. Otras veces se detenía en algunas frases antes de llegar a la conclusión, para que los oyentes las completasen:
– El agua puede estar fría o caliente; depende de cómo esté tu mano…
Respiró, miró de nuevo al joven, le sacó las manos de la vasija y continuó:
– Como todo lo que sucede en la vida… puede ser bueno o malo. Eso depende…, ¿de qué?
– De uno mismo – respondió el joven indio, contento con la enseñanza, que no olvidaría nunca más.
El viejo jefe indígena, mucho antes que Albert Einstein, transmitía a los jóvenes de su tribu la idea de la relatividad.