Hace mucho tiempo, cuando este mundo nuestro era un lugar tan joven como extraño, vivía un rey muy rico llamado Midas.
Este rey amaba el oro más que nada en el mundo. Amaba su reino sólo por el oro que había en sus colinas y amaba su corona sólo porque era de oro puro. Veía oro en los rayos matinales, oro en las flores diurnas y oro en el hermoso cabello de su adorada hija, a quien besaba en la cabeza todas las noches.
La pequeña princesa, llamada Iris, era la única familia que el rico rey tenía, pero sería difícil decir cuál era su mayor amor, si el oro o su hija. Lo que sí era seguro es que cuanto más amaba Midas a su hija, más deseaba convertirse en el hombre más rico de la Tierra.
– Querida -le decía a menudo a su hija- quiero que cuando yo muera tengas más oro que cualquier hombre, mujer o niño en la superficie terrestre.
Sin embargo Iris estaba ya cansada de ver siempre oro y más oro. Había sido bautizada por la diosa del arcoiris, y le gustaba el azul del cielo, el verde de los árboles y el resplandor rojo de la puesta del Sol. Aunque amaba a su padre tiernamente, la aburrían las largas hileras de botones de oro y las rosas doradas que crecían en el jardín del palacio. Iris recordaba todavía los tiempos en que las flores habían mostrado todos los colores, como el arcoiris. Pero eso fue antes de que su padre se volviera tan interesado por el oro, cuando el palacio resonaba con canciones y música.
¡Pobre Midas! La única música que ahora le gustaba era el sonido de las monedas de oro al chocar unas con otras; las únicas flores que le gustaban eran las amarillas, y sólo pensaba en lo valioso que sería su jardín si cada una de las flores fuese de oro. En efecto, Midas se enamoró tanto del oro que apenas podía tocar algo que no estuviera hecho del amarillo metal.
Cada mañana después de desayunar, Midas bajaba hasta un oscuro cuarto situado en el sótano del palacio, donde guardaba su oro. Primero cerraba con cuidado la puerta; luego sacaba una caja de monedas de oro o un balde con polvo de oro y lo llevaba desde un rincón oscuro hacia un pequeño rayo de luz que entraba por la única ventanita que había. Entonces, contaba las monedas de la caja o dejaba que el polvo de oro se deslizara por sus dedos hacia el balde.
– Oh Midas -el rico rey se decía a sí mismo-, ¡qué hombre tan feliz eres!
Midas se llamaba hombre feliz, pero en el fondo de su corazón sabía que no era tan feliz como podría serIo si tuviese aún más oro. Aquel cuarto era chico y Midas nunca sería realmente feliz hasta que el mundo entero fuese un enorme almacén lleno de oro que él pudiese llamar suyo.
Un día, cuando Midas estaba contando sus monedas, una sombra atravesó de repente el único rayo de luz que entraba al sótano. Miró hacia el rostro del extraño que era joven, hermoso y sonriente. El rey no pudo dejar de observar que la sonrisa del desconocido tenía un cierto resplandor dorado que iluminó todo el cuarto.
Midas recordaba que había cerrado cuidadosamente la puerta con llave. Además nadie, con excepción de él, había entrado nunca en el sótano de su palacio. ¿Quién podría ser el extraño? ¿Y cómo podía haber pasado por la puerta? Miró otra vez al ser de brillante sonrisa.
¡Seguramente es un dios! -pensó-.
Pero ¿qué dios sería? ¿Qué divinidad podría resultar tan agradable como el sonriente intruso? ¿Y qué divinidad tendría una razón para visitar al rico Rey Midas?
– ¡Baco! -dijo Midas repentinamente- ¡El dios de la felicidad!
El extraño asintió con la cabeza.
– Amigo Midas -dijo-, eres un hombre inteligente y rico. Jamás he visto tanto oro en un solo lugar como el que has amontonado en este recinto.
– Sí, lo he logrado más o menos -aceptó Midas-, pero cuando pienso en todo el oro del mundo…
– ¿Qué? -exclamó Baco-. ¿Con todo este oro no eres el ser vivo más feliz sobre la Tierra?
Midas negó con la cabeza. Baco se sentó sobre una caja de monedas de oro.
– Me parece extraño, querido Midas -le dijo-. Dime ¿qué es lo que te haría realmente feliz?
Midas pensó por un momento. Desde el principio sintió que el visitante no le haría ningún daño, sino que había llegado para concederIe un favor. Este era un momento importante. Midas no debía pedir algo equivocado. En su mente acumulaba una montaña de oro sobre otra, pero hasta las montañas eran demasiado pequeñas. Por fin tuvo una brillante idea. Parecía tan brillante como el amarillo metal que tanto amaba.
– Deseo -dijo por fin Midas-, que todo lo que yo toque pueda convertirse en oro.
– ¡El toque de oro! -exclamó Baco-. Dije antes que eras un hombre inteligente, Rey Midas. -La sonrisa del dios creció tanto que pareció iluminar todo en torno, como cuando sale el sol-. Pero ¿estás seguro de que esto te hará más feliz de lo que eres ahora?
– ¿Por qué no? -dijo Midas-.
Baco volvió a sonreír.
– ¿Y nunca te arrepentirás por haberlo deseado?
– ¿Cómo podría arrepentirme? -contestó el rey-. No deseo otra cosa para ser tan feliz como un hombre pueda serlo.
– Entonces será como tú lo quieres -respondió Baco-. Al amanecer, el toque de oro será tuyo.
Una vez más sonrió Baco, y esta vez su sonrisa fue tan deslumbrante que Midas tuvo que cerrar los ojos. Cuando los abrió, el dios había desaparecido. En su lugar sólo quedó el único rayo de sol que iluminaba el sótano.
Esa noche el rey Midas no podía conciliar el sueño pensando en el toque de oro que sería suyo por la mañana. Fue después de medianoche cuando dejó finalmente de agitarse y de dar vueltas en la cama.
Cuando Midas abrió los ojos el Sol estaba en el cenit. Lo primero que vio fue un cobertor tejido con el oro más brillante. Sacudió el sueño de su cabeza y miró otra vez. Ahora puso la mano sobre el cobertor para verificar con las yemas de los dedos si la tela era de oro.
¡El toque de oro era suyo!
Midas pegó un brinco con un grito de felicidad. Corrió por toda la habitación tocando cuanto encontraba a su paso. Tocó el pie de la cama y una cama de oro fulguró ante sus ojos. Tocó el vestidor y éste también se convirtió en oro. Tocó la mesa… ¡oro! Las cortinas… ¡oro! Las paredes… ¡oro brillante!
– ¡Oh, Midas! -exclamó el rey- ¡Eres un hombre feliz! ¡Qué hombre tan feliz eres!
Con toda la rapidez posible, Midas se vistió con una túnica tejida en oro. Le complació comprobar que la tela permanecía tan suave como siempre había estado. De una bolsa sacó el pañuelo que su hija Iris le regaló con motivo de su último cumpleaños. El pañuelo también se convirtió en oro, y el bordado de colores hecho por la niña, cambió a brillante amarillo.
De algún modo este último cambio no satisfizo mucho al Rey Midas. Por un instante deseó que hubiese seguido siendo el mismo pañuelo que la pequeña Iris le había dado. Pero aquello no era importante.
Canturreando para sí, Midas abrió la puerta de oro de su recámara y bajó por una escalera con peldaños de oro a desayunar. Quería darle una sorpresa a su hija, así que tuvo cuidado de no tocar nada.
Midas amaba realmente a la chiquilla, y la quería aún más ahora en que la buena suerte había llegado hasta él.
Por fortuna la campanita que Midas hacía sonar para ordenar sus alimentos era de oro desde mucho tiempo antes. Iris no notaría nada extraño excepto la túnica de oro, pues Midas tuvo cuidado de no poner las manos en la mesa ni en la silla donde se sentó.
Por fin apareció un sirviente con una bandeja de oro en la que traía el desayuno habitual del rey: una fresca naranja, dos rebanadas de pan tostado con mantequilla y una gran taza de café humeante.
El sirviente dijo a Midas que Iris había desayunado desde hacía horas, y que estaba ya jugando en el jardín. El rey ordenó que fuesen a llamarla.
Entonces se dispuso a comer. Había transcurrido ya más de medio día, y al ver los alimentos sintió hambre. Pero cuando tomó la naranja… Claro…
– ¡Qué! -exclamó Midas mientras miraba la dorada naranja en su mano-. Esto sí que es un problema.
Con mucho cuidado Midas se estiró y tocó una de las rebanadas de pan tostado. En ese instante se convirtió en oro; únicamente la mantequilla parecía de verdad. La taza de café, incluyendo el café, se volvió también de oro al tacto del rey.
– No sé muy bien -pensó Midas- cómo voy a poder desayunar.
¡Desayuno! ¡Cómo! ¡Nunca iba a poder comer! Ya tenía bastante apetito, pero para la hora de la cena estaría muriéndose de hambre. Hasta el hombre más mísero del reino, sentado ante una pobre mesa, tendría más que él.
Con un rápido ademán Midas tomó la segunda tostada de pan, se la arrojó a la boca y trató de tragarla de golpe, pero el toque de oro era demasiado rápido. El caliente metal le quemó los labios y la lengua. Midas gritó de dolor y brincó fuera de la mesa.
En ese momento Iris entró en el comedor y encontró a su padre vestido con una extraña túnica de tela de oro, bailando alrededor de la habitación como un salvaje. De pronto el rey se detuvo y la miró. Iris vio que dos grandes lágrimas resbalaban por el rostro de su padre. Por un momento trató de entender lo que le sucedía. Luego, con el corazón lleno de amor, corrió hacia su padre y lo estrechó en sus brazos.
– ¡Mi querida, querida hija! -exclamó Midas. Pero la niña no respondió.
¡Ay, qué había hecho ahora el toque de oro! Midas tardó en liberarse de los brazos de metal que le rodeaban el cuerpo. No pudo decidirse a mirar la estatua de oro que había sido su propia hija. Con un alarido salió de la habitación y corrió hacia el único lugar donde podía estar solo: su cuarto del sótano. Se sentó sobre una caja de oro y se cubrió la cara con las manos.
¿Cuánto tiempo estuvo sentado ahí? Ni siquiera él podía saberlo. Con los ojos cerrados recordó todas las veces que había dicho a Iris que valía su peso en oro. Pero ahora, ahora sentía de otro modo. Deseaba ser el hombre más pobre de todo el ancho mundo, si sólo con la pérdida de sus riquezas pudiese traer de nuevo a las mejillas de su hija su rosado color.
Un repentino cambio en la luz hizo que Midas abriese los ojos. Ahí frente a él estaba Baco. El dios tenía aún la brillante sonrisa en la cara.
– Bien, mi amigo Midas -dijo Baco-, ¿te gusta el toque de oro?
Midas negó con la cabeza.
– Soy el más infeliz de los hombres.
Baco se rió.
– Veamos entonces. ¿Cuál de las dos cosas crees que valga más: el regalo del toque de oro o tu propia hija Iris, tan cálida y encantadora como era ayer?
– ¡Mi hija! – gritó Midas -. ¡Mi hija! ¡No hubiera dado el menor hoyuelo de su cara a cambio de convertir toda esta tierra en un sólido terrón de oro!
Por primera vez la sonrisa abandonó la cara del dios.
– Ayer – dijo Baco -, dije que eras listo. Pero ahora digo que eres sabio. Ahora te diré cómo puedes perder el toque de oro. Lávate en el río que corre junto al jardín del palacio.
– ¡Espera! – El dios vertió el polvo dorado de un balde sobre el suelo-. Toma este balde; trae algo de esa agua y rocíala sobre cualquier cosa que tu avaricia haya convertido en oro.
Midas no perdió tiempo. Corrió al río y se zambulló en él de un brinco. Luego volvió al palacio con tal prisa que no se dio cuenta de que ya no traía la túnica de oro. Derramó todo el balde de agua sobre la estatua dorada de su hija.
– ¡Padre! – exclamó Iris -. ¡Mira, ve cómo está mi vestido, todo mojado!
La niña no podía recordar nada de lo que había pasado desde que lanzó los brazos a la cintura de su padre. Y Midas fue lo suficientemente sabio para no contarle nada. Porque ahora sabía que había algo mejor que todo el oro del mundo: el latido de un pequeño y tierno corazón que le amaba verdaderamente.
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