En la antigua Roma, en la época del emperador Tiberio, vivía un hombre muy bondadoso, que tenía dos hijos: uno era militar, y cuando entró al ejército fue enviado a las más distantes regiones del Imperio. El otro hijo era poeta, y encantaba a toda Roma con sus hermosos versos.
Una noche, el viejo tuvo un sueño. Se le aparecía un ángel para decir que las palabras de uno de sus hijos serían conocidas y repetidas en el mundo entero, por todas las generaciones futuras. El anciano aquella noche se despertó agradecido y llorando, porque la vida era generosa y le había revelado una cosa que cualquier padre estaría orgulloso de saber.
Poco tiempo después el viejo murió al intentar salvar a un niño que iba a ser aplastado por las ruedas de un carruaje. Como se había portado de manera correcta y justa durante toda su vida, fue directo al cielo y se encontró con el ángel que había aparecido en su sueño.
– Fuiste un hombre bueno – le dijo el ángel -. Viviste tu existencia con amor, y moriste con dignidad. Puedo realizar ahora cualquier deseo que tengas.
– La vida también fue buena para mí – respondió el viejo -. Cuando apareciste en un sueño, sentí que todos mis esfuerzos estaban justificados. Porque los versos de mi hijo quedarán entre los hombres por los siglos venideros. Nada tengo que pedir para mí; no obstante, todo padre estaría orgulloso de ver la fama de alguien a quien cuidó cuando niño y educó cuando joven. Me gustaría ver, en el futuro distante, las palabras de mi hijo.
El ángel tocó al viejo en el hombro y ambos fueron proyectados hasta un futuro distante. Alrededor de ellos apareció un lugar inmenso, con millones de personas que hablaban una lengua extraña.
El viejo lloró de alegría.
– Yo sabía que los versos de mi hijo eran buenos e inmortales – le dijo al ángel, entre lágrimas -. Me gustaría que me dijeras cuál de sus poesías es la que estas personas están repitiendo.
El ángel entonces se aproximó al viejo con cariño, y se sentaron en uno de los bancos que había en aquél inmenso lugar.
– Los versos de tu hijo poeta fueron muy populares en Roma – dijo el ángel -. A todos gustaban, y todos se divertían con ellos. Pero cuando el reinado de Tiberio acabó, sus versos también fueron olvidados. Estas palabras son de tu otro hijo, el que entró en el ejército.
El viejo miró sorprendido al ángel.
– Tu hijo fue a servir a un lugar distante, y se hizo centurión. Era también un hombre justo y bueno. Cierta tarde, uno de sus siervos se enfermó, y estaba a punto de morir. Tu hijo, entonces, oyó hablar de un rabino que curaba enfermos, y anduvo días y días en busca de este hombre. Mientras caminaba, descubrió que el hombre que estaba buscando era el Hijo de Dios. Encontró a otras personas que habían sido curadas por él, aprendió sus enseñanzas y a pesar de ser un centurión romano se convirtió a su fe. Hasta que cierta mañana llegó hasta el Rabino.
Le contó que tenía un siervo enfermo. Y el Rabino se ofreció a ir hasta su casa. Pero el centurión era un hombre de fe, y mirando al fondo de los ojos del Rabino comprendió que estaba delante del propio Hijo de Dios, cuando las personas a su alrededor se levantaron.
Estas son las palabras de tu hijo – dijo el ángel al viejo -. Son las palabras que él dijo al Rabino en aquel momento y que nunca más fueron olvidadas. Dicen: “Señor, yo no soy digno de que tu entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi siervo será salvo”.